El peor de los miedos es el miedo a lo desconocido, esa sensación de pérdida de referencias que nos impide orientarnos y tomar decisiones más o menos acertadas sobre nuestro mundo.
El peor de los miedos en la sociedad humana es el miedo al cambio; es como si nos borraran el camino y tuviéramos que seguir en marcha sin poder parar. ¿Alguna vez tuvieron que conducir en una noche oscura sin líneas en la carretera? Es una sensación terrible, tienes que tomar decisiones rápidas y constantes, y no dispones de información.
No nos engañemos, la emoción que domina nuestro mundo hoy es el peor de los miedos, el terror a no saber qué pasará en los próximos meses, incluso semanas. El resto de las emociones han cedido el liderazgo al miedo: ira, desprecio, tristeza, incluso las pequeñas alegrías que experimentamos en estos días están subordinadas al temor que cubre hoy todo el mundo.
Esta situación se experimenta de modo muy diferente por todos y cada uno; la mitad de la humanidad está fascinada ante la opción de un cambio que organice esta sociedad de otra forma, nuevas oportunidades y nuevos escenarios; y la otra mitad está asustada ante un cambio que no sabe manejar. Pero en ambos mundos hay la misma cantidad de riesgos y de posibilidades. Vamos a verlo desde otro ángulo.
Las preguntas que nos hacemos en estos días giran sobre la pérdida de esa «libertad ilimitada» que tanto caracterizaba nuestro estilo de vida, algo acelerado, y que se ha llevado consigo las respuestas a cómo afrontar un cambio.
Las primeras interpretaciones emocionales sobre esta nueva realidad basadas en el distanciamiento y la falta de comunicación han sido decepcionantes. Hemos consumido de modo compulsivo recursos que nos han permitido paliar, de forma absolutamente ficticia, ese lack de conectividad que se basaba en una interacción directa; pero lo cierto, es que jamás hemos aprendido tanto sobre comunicación y conectividad como lo estamos haciendo ahora.
La primera lectura sobre el mundo que se fue es una significativa carencia de comunicación efectiva; no sabíamos por qué votábamos, ni por qué comprábamos; la intuición como habilidad determinante en la elección de un candidato a un puesto de trabajo era la tónica dominante; cerrábamos negocios en función de la percepción de certidumbres de entornos muy poco controlados.
La verdad aplastante es que instinto y emociones conforman todavía la base de nuestras decisiones en ese maravilloso mundo de la economía del comportamiento.
Las razones por las que violamos constantemente la lógica de la racionalidad se están viendo sometidas a tensiones diferentes, casi siempre, desde ese desequilibrio eterno entre la razón y la emoción que creemos, de modo iluso, tener controladas.
Lo cierto, y no nos engañemos en estos momentos delicados, es que seguimos decidiendo desde unas emociones e instintos que solo funcionan desde la interpretación sensorial de un mundo físico que se esta diluyendo en otro sistema algo más complejo, pero de manera evidente más amplio, probablemente con nuevas variables.
Las denominadas «habilidades blandas» en nuestras interacciones sociales, personales y/o profesionales son, no lo duden, nuestra principal fuente de información fiable y solo aquellos que manejan de modo fiable sus códigos de interpretación se convierten en líderes exitosos de cualquier proceso.
Acostumbrados a mirar una sonrisa para descubrir si alguien está contento, o unos labios apretados para inferir un posible enfado, habíamos conseguido formar una sociedad irracionalmente ciega hacia el proceso de comunicación. ¿Por qué la gente dejó de entenderse? ¿Por qué nuestros líderes dejaron de ser creíbles?
Estábamos gestionando la comunicación de forma unidireccional y algo escueta. Mientras nos basamos únicamente en aquella sonrisa para saber si la persona con la que hablábamos estaba de acuerdo con lo que decíamos, dejábamos pasar desapercibidos una decena de canales de comunicación que ofrecían pistas mucho más sinceras. El ser humano es un tacaño cognitivo, trabaja a su favor para ahorrarse todo aquello que requiera más esfuerzo, ¿para qué seguir trabajando en algo que podemos encontrar fácilmente en un atajo?
La mascarilla nos obliga a ocultar una parte de nuestro rostro, pero, a cambio, permite desvelar la carencia en la comprensión emocional que está guiando de forma precipitada nuestro mundo negociador a un abismo de distancias empáticas.
Cuando ocultamos la parte inferior de nuestro rostro, que casualmente coincide con la parte que utilizamos para mentir, tergiversar y engañar estrepitosa y desvergonzadamente de forma consciente, dejamos a la luz, casualmente, la parte superior del rostro; el paralenguaje y los gestos, que son los verdaderos delatores de la mentira.
Las consecuencias que implica la pandemia a nivel de comunicación son, sin duda, determinantes. Nos están obligando a reaprender a comunicarnos y a fijarnos en algunos detalles que antes ni siquiera valorábamos.
Incluso las distancias en las interacciones entre individuos están condicionadas a una retirada que nos obliga a compensar otros modos del lenguaje corporal para mantener la humanidad de la naturaleza interactiva, hoy algo tan necesario como seres sapiens.
Quizás el componente más dramático sean aquellos aspectos de la comunicación que vamos a perder. El contacto espontáneo, un abrazo, un apretón de manos o esa sonrisa de complicidad van a pasar a ser un preciado recuerdo de nuestra comunicación. Las consecuencias que generan este cambio a segundo plano afectarán directamente al mundo empresarial, clínico y, por supuesto, la enseñanza.
Pero lo cierto es que toda crisis genera una ocasión, una oportunidad determinante para aprender. Aunque estamos aún lejos de comprender que cada gesto cuenta, en estos días nos acercamos cada vez más a la observación de nuestras pautas conductuales y a la incorporación de la lectura de muchos otros canales. Estamos en el camino de comprender la comunicación como un proceso bidireccional, lo que generará de forma natural líderes empáticos que dirijan por fin sus mensajes al público.
El conocimiento de las personas que nos rodean va a permitir comprender sus necesidades emocionales reales y quizás tengamos la oportunidad de conocer un poquito mejor a aquellos que están tan cerca. Sin embargo, lo más importante será el conocimiento y reconocimiento de nuestras propias habilidades. Cuando rompamos el esquema de trabajo automático y empecemos a readaptar nuestro conocimiento a cualesquiera que sean las demandas de la situación, redescubriremos nuestro potencial humano; aquello que nunca podrá ser sustituido y que fácilmente se olvida en el confort de un trabajo al que ya nos habíamos acostumbrado. En definitiva, el autoconocimiento que nunca supimos explotar porque no teníamos tiempo de estar con nosotros mismos.
Esta situación nos ha enfrentado a tres escenarios que debemos explorar, reinventar y volver a aprender si fuera necesario,
La visión de la economía de la conducta como nueva relación entre emociones y razón. La cultura de desaprender como base para el nuevo conocimiento debe formar parte de nuestro desayuno cotidiano.
El aprendizaje de nuevos heurísticos para poder leer este nuevo escenario cargado de fragilidad. Es urgente cambiar de gafas, ya no vale con limpiar los cristales para seguir mirando igual.
La incorporación de los nuevos ritmos y escalas como un estilo de interacción en el aprendizaje. El mundo es otro y los personajes son otros, ya no sirve aplicar las reglas de ayer.
En definitiva, reconocer que el conocimiento almacenado solo sirve para un mundo que se fue y que el futuro que esta detrás de la puerta requiere una capacidad de aprendizaje continua, compartida y cambiante. Solo así nos libraremos del analfabetismo del siglo XXI.