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Por Jose Luis Cañavate Toribio 22 de mayo de 2022
Razón y emoción en la nueva comunicación política. Es interesante como se construyen los relatos de nuestra historia y como los perfiles de cada personaje van creando los hechos en función de sus aportes, y aunque es difícil sustraerse a la barbarie emocional de una guerra donde están muriendo personas que no tienen nada que ver con los problemas de sus lideres, deberíamos hacer un esfuerzo para intentar entender las tácticas de comunicación de estos dos actores y sus efectos dentro y fuera de sus países. Para empezar, partimos de un mundo de extrema incertidumbre, donde los destinatarios del discurso ya no saben exactamente quienes son y donde la moneda de la credibilidad escasea tanto que se ha convertido en un valor al alza. Ellos necesitan ser creidos a cualquier costo porque de su imagen dependen sus recursos. La comunicación política efectiva se ha convertido en el nuevo arte del siglo XXI, la capacidad de transmitir emociones o liderazgo desde las redes determina apoyos y alianzas, abandonos y traiciones, es necesario que nos crean, independientemente de lo que suceda. En este mundo tan extraño, solo hay tres perfiles de comunicadores efectivos que pueden competir con ciertas garantías de éxito, los que dicen la verdad y la sienten de veras ( extintos hace mucho tiempo), los buenos actores que son capaces de simular cualquier cosa y los psicópatas, aquellos que no sienten nada y pueden crear cualquier personaje. Siempre tuvimos la duda sobre que sería más eficaz en caso de una confrontación de credibilidades, si un buen actor o un buen psicópata y parece que los porcentajes de éxito son muy parecidos, la imagen de Putin en su tierra roza el 80 % de aceptación y Zelenski que gano las elecciones con casi un 75 % de votos, ambos se mueven en aguas turbulentas pero eficaces. Así, visto lo visto, nos asalta la duda sobre lo que pueden estar aprendiendo nuestros aspirantes para las próximas elecciones en Andalucía, eso sí, desechando directamente la sinceridad como tal, pues la transparencia está cargada de riesgos innecesarios que no se pueden permitir, imaginemos a nuestro candidato decir lo que piensa frente al partido y frente a los votantes, destitución y escandalo asegurado. De modo que nos quedan dos líneas efectivas, la actuación mediante la emoción versus la razón dura del líder, pensar demasiado o pensar poco, ambos juegan con la percepción de un ciudadano que ya no sabe a donde debe agarrarse. Analicemos un poco estos perfiles en la guerra de comunicación que estamos presenciando estas semanas en el contexto europeo. El personaje emocional Zelenski es más delicado, es reactivo y debe estar presto a sacar su perfil a ritmos de escenografías cambiantes, debe adaptarse a entornos y circunstancias, como hemos visto en los discursos internacionales y las escenas en su tierra, es un personaje ágil, interesante y con respuestas adaptadas al momento que deben provocar emociones: “eso es lo que siento yo también”, es la inmersión en el relato propio de una buena serie. Pasará a la historia probablemente En cambio, el personaje racional, Putin es pura marca, no cambia y no reacciona, ya ha creado el modelo con sumo cuidado para provocar una marea de seguidores antes que suceda nada, no tiene tiempo ni ganas, de andar reinventándose cada semana. Es un líder perfecto, un “top gun” ruso, que sabe hacer de todo, nada, corre, vuela, lucha: “eso es lo que soy yo” y la marca se vende sola. Pero el matiz a no olvidar es que ambos son frágiles, tiene caducidad y lo saben, solo tienen que aguantar una guerra que ya nadie sabe cuanto durará, y aquí está el problema, se alargó más de lo previsto y por ello occidente inyecta tiempo en el actor para alargar una obra que ya debería haber terminado y cuyos costos nadie se atreve a estimar y el Kremlin intenta acortar los plazos consciente de que el deterioro de la imagen de marca es irreversible y ya empieza a mostrar fisuras. El factor que puede determinar la efectividad comunicativa en el tiempo de unos y otros, no nos engañemos, estará siempre en algo tan simple y difícil como la credibilidad interna, la estabilidad de Putin amenazada por los movimientos reactivos, aun débiles pero crecientes y que tarde o temprano pasaran factura, versus el patriotismo mucho más sentimental de Zelensky que, como todos sabemos dura lo que duran las emociones que lo sustentan. Lo interesante para nuestros observadores patrios es que la visión de estos perfiles consistentes, pero vulnerables, evidencian ya síntomas de agotamiento y estamos pendientes de quien perderá antes esa credibilidad construida a golpe de escenario, esto es importante porque algunos y algunas ya intentan emular perfiles versionados al mediterráneo, los rasgos duros del modelo ruso comienzan a calar en los partidos que buscan liderazgos agresivos y duros, no doy nombres todavía, y los relatos emocionales se quedan en las bandas “centrales” intentando captar el voto emocional indeciso. El problema a día de hoy en este previsible intento de copia es que nuestros candidatos centrales son unos pésimos actores incapaces de emocionar ya a nadie, demasiado acartonados que han sido reciclados demasiadas veces y que los candidatos de los extremos no han sabido preparar esa marca de líder que debe ser cocinada a fuego lento para aguantar unas elecciones moviditas. Auguramos pues que las aceleradas elecciones andaluzas aportarán muy poco, serán algo aburridas, bastante mecánicas y sin lideres que aporten energía a un escenario que lo necesita más que nunca, eso sí, no olvidemos que todos mostrarán el personaje que no es. El tiempo lo dirá.
Por Paula Cañavate 2 de junio de 2020
El peor de los miedos es el miedo a lo desconocido, esa sensación de pérdida de referencias que nos impide orientarnos y tomar decisiones más o menos acertadas sobre nuestro mundo. El peor de los miedos en la sociedad humana es el miedo al cambio; es como si nos borraran el camino y tuviéramos que seguir en marcha sin poder parar. ¿Alguna vez tuvieron que conducir en una noche oscura sin líneas en la carretera? Es una sensación terrible, tienes que tomar decisiones rápidas y constantes, y no dispones de información. No nos engañemos, la emoción que domina nuestro mundo hoy es el peor de los miedos, el terror a no saber qué pasará en los próximos meses, incluso semanas. El resto de las emociones han cedido el liderazgo al miedo: ira, desprecio, tristeza, incluso las pequeñas alegrías que experimentamos en estos días están subordinadas al temor que cubre hoy todo el mundo. Esta situación se experimenta de modo muy diferente por todos y cada uno; la mitad de la humanidad está fascinada ante la opción de un cambio que organice esta sociedad de otra forma, nuevas oportunidades y nuevos escenarios; y la otra mitad está asustada ante un cambio que no sabe manejar. Pero en ambos mundos hay la misma cantidad de riesgos y de posibilidades. Vamos a verlo desde otro ángulo. Las preguntas que nos hacemos en estos días giran sobre la pérdida de esa «libertad ilimitada» que tanto caracterizaba nuestro estilo de vida, algo acelerado, y que se ha llevado consigo las respuestas a cómo afrontar un cambio. Las primeras interpretaciones emocionales sobre esta nueva realidad basadas en el distanciamiento y la falta de comunicación han sido decepcionantes. Hemos consumido de modo compulsivo recursos que nos han permitido paliar, de forma absolutamente ficticia, ese lack de conectividad que se basaba en una interacción directa; pero lo cierto, es que jamás hemos aprendido tanto sobre comunicación y conectividad como lo estamos haciendo ahora. La primera lectura sobre el mundo que se fue es una significativa carencia de comunicación efectiva; no sabíamos por qué votábamos, ni por qué comprábamos; la intuición como habilidad determinante en la elección de un candidato a un puesto de trabajo era la tónica dominante; cerrábamos negocios en función de la percepción de certidumbres de entornos muy poco controlados. La verdad aplastante es que instinto y emociones conforman todavía la base de nuestras decisiones en ese maravilloso mundo de la economía del comportamiento. Las razones por las que violamos constantemente la lógica de la racionalidad se están viendo sometidas a tensiones diferentes, casi siempre, desde ese desequilibrio eterno entre la razón y la emoción que creemos, de modo iluso, tener controladas. Lo cierto, y no nos engañemos en estos momentos delicados, es que seguimos decidiendo desde unas emociones e instintos que solo funcionan desde la interpretación sensorial de un mundo físico que se esta diluyendo en otro sistema algo más complejo, pero de manera evidente más amplio, probablemente con nuevas variables. Las denominadas «habilidades blandas» en nuestras interacciones sociales, personales y/o profesionales son, no lo duden, nuestra principal fuente de información fiable y solo aquellos que manejan de modo fiable sus códigos de interpretación se convierten en líderes exitosos de cualquier proceso. Acostumbrados a mirar una sonrisa para descubrir si alguien está contento, o unos labios apretados para inferir un posible enfado, habíamos conseguido formar una sociedad irracionalmente ciega hacia el proceso de comunicación. ¿Por qué la gente dejó de entenderse? ¿Por qué nuestros líderes dejaron de ser creíbles? Estábamos gestionando la comunicación de forma unidireccional y algo escueta. Mientras nos basamos únicamente en aquella sonrisa para saber si la persona con la que hablábamos estaba de acuerdo con lo que decíamos, dejábamos pasar desapercibidos una decena de canales de comunicación que ofrecían pistas mucho más sinceras. El ser humano es un tacaño cognitivo, trabaja a su favor para ahorrarse todo aquello que requiera más esfuerzo, ¿para qué seguir trabajando en algo que podemos encontrar fácilmente en un atajo? La mascarilla nos obliga a ocultar una parte de nuestro rostro, pero, a cambio, permite desvelar la carencia en la comprensión emocional que está guiando de forma precipitada nuestro mundo negociador a un abismo de distancias empáticas. Cuando ocultamos la parte inferior de nuestro rostro, que casualmente coincide con la parte que utilizamos para mentir, tergiversar y engañar estrepitosa y desvergonzadamente de forma consciente, dejamos a la luz, casualmente, la parte superior del rostro; el paralenguaje y los gestos, que son los verdaderos delatores de la mentira. Las consecuencias que implica la pandemia a nivel de comunicación son, sin duda, determinantes. Nos están obligando a reaprender a comunicarnos y a fijarnos en algunos detalles que antes ni siquiera valorábamos. Incluso las distancias en las interacciones entre individuos están condicionadas a una retirada que nos obliga a compensar otros modos del lenguaje corporal para mantener la humanidad de la naturaleza interactiva, hoy algo tan necesario como seres sapiens. Quizás el componente más dramático sean aquellos aspectos de la comunicación que vamos a perder. El contacto espontáneo, un abrazo, un apretón de manos o esa sonrisa de complicidad van a pasar a ser un preciado recuerdo de nuestra comunicación. Las consecuencias que generan este cambio a segundo plano afectarán directamente al mundo empresarial, clínico y, por supuesto, la enseñanza. Pero lo cierto es que toda crisis genera una ocasión, una oportunidad determinante para aprender. Aunque estamos aún lejos de comprender que cada gesto cuenta, en estos días nos acercamos cada vez más a la observación de nuestras pautas conductuales y a la incorporación de la lectura de muchos otros canales. Estamos en el camino de comprender la comunicación como un proceso bidireccional, lo que generará de forma natural líderes empáticos que dirijan por fin sus mensajes al público. El conocimiento de las personas que nos rodean va a permitir comprender sus necesidades emocionales reales y quizás tengamos la oportunidad de conocer un poquito mejor a aquellos que están tan cerca. Sin embargo, lo más importante será el conocimiento y reconocimiento de nuestras propias habilidades. Cuando rompamos el esquema de trabajo automático y empecemos a readaptar nuestro conocimiento a cualesquiera que sean las demandas de la situación, redescubriremos nuestro potencial humano; aquello que nunca podrá ser sustituido y que fácilmente se olvida en el confort de un trabajo al que ya nos habíamos acostumbrado. En definitiva, el autoconocimiento que nunca supimos explotar porque no teníamos tiempo de estar con nosotros mismos. Esta situación nos ha enfrentado a tres escenarios que debemos explorar, reinventar y volver a aprender si fuera necesario, La visión de la economía de la conducta como nueva relación entre emociones y razón. La cultura de desaprender como base para el nuevo conocimiento debe formar parte de nuestro desayuno cotidiano. El aprendizaje de nuevos heurísticos para poder leer este nuevo escenario cargado de fragilidad. Es urgente cambiar de gafas, ya no vale con limpiar los cristales para seguir mirando igual. La incorporación de los nuevos ritmos y escalas como un estilo de interacción en el aprendizaje. El mundo es otro y los personajes son otros, ya no sirve aplicar las reglas de ayer. En definitiva, reconocer que el conocimiento almacenado solo sirve para un mundo que se fue y que el futuro que esta detrás de la puerta requiere una capacidad de aprendizaje continua, compartida y cambiante. Solo así nos libraremos del analfabetismo del siglo XXI.
Por Jose Luis Cañavate Friege 23 de mayo de 2020
El mundo ha cambiado, nosotros con él, y nuestra capacidad de adaptación va a determinar en un futuro inmediato nuestra supervivencia Las habilidades de comunicación avanzada que la evolución puso a nuestra disposición como primates hace más de 50 millones de años serán nuevamente nuestra tabla de salvación. Recordemos que la palabra asociada al Homo sapiens puede llevar con nosotros cerca de 2 millones de años y, con toda seguridad, fue el determinante de nuestro éxito como especie. Somos buenos comunicadores y, por ende, buenos lectores del mundo. Esto nos ha permitido desarrollar una cualidad única sobre el resto de la naturaleza: podemos hacer inferencias sobre nuestra realidad, predecir con una razonable certeza lo que puede pasar en futuros más o menos próximos y tomar decisiones que nos eviten sorpresas desagradables. No nos engañemos; hemos sobrevivido una y otra vez gracias a una capacidad predictiva, imperfecta aún, pero muy eficaz como herramienta evolutiva, y esta habilidad se construye desde la comunicación y su incorporación a nuestra consciencia. Somos una especie bastante lista y lo sabemos; actuemos pues como tal. Analicemos entonces un poco cuales son las características de la denominada «nueva normalidad» y, si podemos, vayamos avanzado algunas claves para interpretarlo e intentar poner remedios antes de la enfermedad, porque la enfermedad real aún no ha llegado. Es cierto que el coronavirus y su manifestación pandémica nos ha distorsionado mucho, pero los periodos de postguerra siempre fueron los realmente difíciles y para ellos debemos comenzar a trabajar. Instinto, emociones y razón resumen de modo nítido las artes de nuestra civilización como mecanismos de comunicación. Somos un animal instintivo primitivo muy convincente, que ha incorporado un maravilloso mundo emocional al formar parte de los mamíferos y que desarrolla un cerebro evolucionado como primate, pero este proceso, a veces acelerado, lleva consigo sus problemas y algunos los estamos pagando en estos días. «Llego tarde…», «hoy no tengo tiempo…», «necesito unas vacaciones…» son solo algunas de las frases que protagonizaban las rutinas a lo largo del mundo y, cuando pensábamos que lo teníamos todo controlado, de repente, todo cambia. El modelo de sociedad que acabamos de abandonar está asociado a una inquietud que inunda nuestras reflexiones sin dejar tiempo para filtrar todas las noticias que llegan sobre lo que realmente está pasando; la ansiedad gobierna nuestra experiencia sin permitirnos experimentar todas las oportunidades que nos ha concedido el cambio; y el estrés reactiva los recuerdos de una rutina abrumadora como si fueran unas vacaciones de ensueño. Las emociones son responsables de ese impulso que nos ha permitido sobrevivir desde que existimos como especie: nos alejamos de aquello que nos da miedo y repetimos aquellas cosas que nos producen alegría. A primera vista parece simple, pero entonces ¿cómo han sido capaces las emociones de dejar en evidencia nuestra incapacidad de racionalizar esta situación? ¿Por qué aparecen como nuestras enemigas en esta crisis? En la eterna lucha por decidir entre razón o emoción —característica del sapiens—, estamos dirigidos por la concepción de que la sabiduría y el éxito profesional se deben al aprendizaje de la gestión de la información racional y hemos replegado el verdadero valor de las emociones a una habilidad secundaria (soft skills). Actualmente ya asumimos que el nivel de éxito profesional, la satisfacción con uno mismo, el nivel de felicidad o la conciencia sobre la autorrealización se relacionan directamente con aspectos de la inteligencia emocional; no tanto con esas otras habilidades a los que dedicamos años de aprendizaje, pero, aun así, continuamos fallando en gestionar nuestras emociones hasta los aportes de los psicólogos Peter Salovey y John Mayer en la ultima década del siglo pasado que, al introducir el término «inteligencia emocional», establecen el primer diálogo operativo entre emoción y razón. Podríamos postergar nuestra responsabilidad como sociedad, aludiendo que la culpa es de una educación incompleta en la escuela, de nuestros líderes, o incluso podemos seguir negando el verdadero protagonismo que tienen las emociones en nuestra vida, pero, lo cierto, es que no sabemos qué hacer cuando las emociones nos arrebatan el control de nuestras reacciones. Esta crisis ha generado experiencias desmesuradamente negativas, algunos incluso han sentido su futuro desvanecerse en el reflejo de una ventana; sumidos en un estado de ira, tristeza y miedo. Cegados por una imagen desoladora de un futuro incierto, se nos ha olvidado cómo mirar, dejando pasar desapercibidas las puertas que se abren cada vez que cerramos una ventana. Si es cierto que las emociones están configuradas para ayudarnos a sobrevivir, debemos focalizar nuestra atención en la línea que separa una respuesta adaptativa de una desadaptativa; lo que al final deriva en la diferencia entre aquellos que se adaptan gracias al conocimiento de sus emociones, de aquellos cuya ansiedad, depresión y estrés no les permite ver más allá de la incertidumbre. La identificación de esta fina línea que separa el caos emocional, de una gestión fructífera de nuestros estados emocionales, solo es posible a través de la comprensión de su naturaleza. ¿Por qué la gente siente ansiedad? ¿Realmente es adaptativa? ¿Cómo la controlo? Las emociones adaptativas, desde un punto de vista genético, siguen siendo las mismas de siempre, es decir; ira, tristeza, alegría, sorpresa, miedo y asco, quizás con un poco de desprecio y un mucho de ansiedad que, al ser un estado anticipativo de un peligro, no tiene por qué ser real. Entonces, la respuesta se convierte en desproporcionada, es decir; irracional y desadaptativa. Este estado tan característico de las últimas semanas se genera en nuestro organismo por el miedo a perder nuestro puesto de trabajo, rutina o incluso esos recursos que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir, sin saber qué pasará después, cuando nos expulsen de nuestra zona de confort y tengamos que enfrentarnos a una nueva realidad sin vuelta atrás. En este tipo de afrontamientos es muy razonable sentir ira, tristeza y miedo. Son emociones que nos ayudan a valorar la gravedad de la situación y que, más tarde, nos permiten recomponernos para afrontar, con todos nuestros recursos y energía, un nuevo mundo. El problema viene asociado a la respuesta desadaptativa, cuando nos estancamos en estas emociones y surge ansiedad. La ansiedad dilatada en el tiempo está asociada a un estado emocional desagradable generado por la tensión y las rumiaciones constantes. En síntesis, nuestras emociones son las mismas y su función como herramienta en la evolución del ser humano sigue siendo imprescindible para afrontar este futuro que se nos vino encima de modo acelerado, pero hemos aprendido cuatro cosas que debemos aplicar con cierta premura en nuestra lectura del nuevo mundo. Los ritmos son otros ; cambios e incertidumbre sobre futuros próximos serán la constante. Debemos aprender a vivir en entornos diferentes donde la experiencia y el conocimiento serán combinados en fórmulas que deben generar nuevas estrategias para resolver nuestra resistencia natural al cambio. La gramática de nuestra comunicación cambió incorporando otras fórmulas que alteran el mundo; las distancias cortas pasan a ser lo cotidiano; vamos a estar más en casa, probablemente incluso teletrabajando con todas sus consecuencias y la lejanía deja de serlo a través de la telemática. El mundo lejano se acerca, el íntimo se intensifica y el social se diluye. El mapa emocional es diferente , la complejidad del contexto global hace aparecer nuevas formas emocionales de corte cultural que alteran nuestra forma de percibir e interpretar el mundo. Hoy el peso del componente miedo en nuestra cartografía emocional es significativamente superior al de unas semanas atrás y va a quedarse un tiempo con nosotros. La interacción entre nuestras etapas evolutivas ha cambiado; la relación entre i nstinto, emoción y razón va a sufrir un pequeño terremoto que debemos aprender a manejar. La conclusión a esta breve reflexión sobre el mundo que viene es como siempre heterogénea, una parte de la humanidad la verá como una oportunidad y otra parte como un desastre irremediable; usted decide.
Por Jose Luis Cañavate Toribio 17 de mayo de 2020
La respuesta, como suele ser para estas cuestiones, es sí y no al mismo tiempo. Adicionalmente puede señalarse que, a través de rutas diferentes, podemos llegar a los mismos resultados
20 de marzo de 2020
Creo que he dado el equivalente a unas 50 vueltas al mundo en avión y mas de una vez viví momentos que no deseo ni a mis peores enemigos, aunque aprendí una cosa muy importante, observar la cara de las azafatas como indicador del peligro real en un avión. Desde entonces me da igual lo que me cuenten, siempre miro la cara del comunicador para saber si debo o no preocuparme y la verdad es que desarrollé cierto instinto para leer el miedo, o por lo menos, si lo que me cuentan es lo mismo que están pensando. En los discursos que estamos presenciando estos días complejos, hemos podido comprobar la capacidad de Fernando Simón para tranquilizarnos con una imagen informal, una exposición lenta y gradual de situaciones complicadas a las que restaba gravedad con una naturalidad pasmosa. Si el no se preocupaba, porque deberíamos preocuparnos nosotros, pensábamos hasta hace unos pocos días en que apareció otro Fernando muy diferente. Su expresión corporal se ha contraído, los brazos andan pegaditos al cuerpo, manipula constantemente el bolígrafo en la clandestinidad del atril, ha bajado el tono de voz y su expresión facial denota una intensa preocupación, si no algo de temor. Antes el discurso verbal coincidía con su discurso no verbal, creía firmemente en lo que contaba, pensaba que no llegaríamos a esta situación, hoy también es sincero y está realmente asustado. Hoy, el mejor indicador de la gravedad de esta crisis, no son los datos, que ya nadie cree, es la cara de Fernando Simón en su comparecencia diaria. Independientemente de la calidad estratégica de la gestión, que no es momento de analizar ahora, parece cierto que lo peor está por llegar, el futuro inmediato, casi presente, se les fue de las manos y pasó a ser responsabilidad de cada uno de nosotros. Lo que viene puede ser algo de pocas semanas o de meses, en todos y cada uno de nosotros está la respuesta. Lo único cierto hoy es que el miedo es real, pero es una emoción que ayuda a sobrevivir, que activa nuestro mejor y nuestro peor yo, la decisión es nuestra.
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